No ha dejado de conmoverme, en cada misa, ese momento en que, antes de comulgar, rezo en voz baja la oración que termina diciendo: «Y jamás permitas que me separe de ti».
Quienes se aman, encuentran su alegría en estar juntos, y tiemblan ante la posibilidad de separarse. Es el propio Cristo quien no quiere estar separado de los suyos ni por un momento:
Le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros. A través de su Espíritu, quiere el Señor acompañar al cristiano en cada momento de su vida, convirtiendo en hogar su alma y habitando allí con él. Y, sin embargo, nosotros parecemos empeñados, muchas veces, en vivir sin Él. Nos engolfamos en las tareas de este mundo, salimos de nuestra alma, y lo dejamos allí solo, como diciendo: «Espérame, que ahora vuelvo». Perdemos, entonces, la presencia de Dios.
Procura llevar un crucifijo en el bolsillo, y tener cerca, siempre, imágenes de la Virgen o del Señor. Lleva contigo el rosario, y pronuncia, interiormente, miles de jaculatorias cada día. Pon todos los medios para tener el recuerdo de Cristo siempre a mano. Hagas lo que hagas, no pases ni un segundo sin Él.
(TPA06)
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